martes, 22 de abril de 2014

TRADICIÓN



La imagen de Nuestro Padre Jesús despierta entre los corazones de los giennenses un sentimiento vivo, cuasi unánime, de cariño, fervor, pasión y dulzura. Poco o nada como Jesús es capaz de acrisolar en un solo cuerpo un caudal tan vasto de emociones que provocan un apego que es inherente y consustancial al ser jaenero. Es un emblema de esta tierra, un faro de luz que es referencia de un acervo de generaciones presentes y pasadas.

Este último matiz es lo que busco destacar en estas líneas. La imagen de Jesús es símbolo de tradición. Tradición entendida como aquello que se transmite y se conserva desde antiguo en un pueblo de padres a hijos, de generación en generación. Y ese símbolo de tradición viene a representar algo importantísimo, que es la trascendencia de la persona, tanto individual como colectivamente, a través del tiempo. La imagen del Nazareno nos puede parecer preciosa, sublime, es posible incluso que gente que no tiene un especial sentimiento religioso acuda fiel a la madrugada de un Viernes Santo. Produce llanto, alegría, consuelo, ternura, devoción… ¿Pero por qué ese sentimiento es tan extendido y general en un pueblo? Todo ello no quiere decir otra cosa sino que las personas, también los pueblos, son el producto de las generaciones pasadas; una herencia que trasciende a las presentes para proyectarse en las futuras. Hay algo superior a cada uno de nosotros, y superior a todos nosotros juntos. Intangible, invisible pero cierto y real. Nuestra esencia y proyección. Al igual que un hijo hereda comportamientos, actitudes, gustos y hasta ademanes de un padre, un pueblo hereda igualmente un ser y una esencia que lo define a sí mismo. Es aquello que constituye su naturaleza, lo permanente e invariable de él.

Cuando veo a Jesús en su camarín o cuando lo veía en la catedral, cuando lo veo procesionar; no solo veo una imagen querida. Veo a un testigo del tiempo ligado a una espiritualidad bien definida. Veo a mi padre, a mi abuelo, e imagino también al resto de mi ascendencia y a todo un pueblo, el de Jaén, proyectado en esa imagen. Para mí, ese es su principal valor.

Solo podemos ser en parte quienes decidimos ser, pero hay otra parte nuestra, de cada uno de nosotros y de todos juntos como pueblo que no podemos decidir, es la que nos identifica, une y caracteriza. Somos portadores de rasgos y valores que habiendo caracterizado a generaciones pasadas, continúan advirtiéndose en sus descendientes o continuadores.

Memoria e identidad ¿Quién nacido y criado en Jaén no tiene el recuerdo de acudir un Viernes Santo a ver a Jesús de la mano del padre? ¿Con la familia? Y el tiempo se encarga solo de mantener esa tradición como antes la hemos definido, cuando llega la novia, la esposa, los hijos, los nietos… y fíjense en qué imagen adorna la inmensa mayoría de las lápidas de nuestro cementerio.

Así, si dejásemos de reconocernos, personal y colectivamente, sin significado trascendente y universal, impreso a fuego indestructible en lo más profundo del alma, convertiríamos en mercancía o en sensiblería emocional de palabras o comportamientos estos símbolos.

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