martes, 23 de julio de 2013

MAL ÁRBOL, MALOS FRUTOS



Más allá del caso Bárcenas, de los ERES y de la multitud de casos de corrupción que le estallan en las mismas manos a la práctica totalidad de los partidos políticos con representación en las instituciones, se encuentra la forma o el modo con que estos responden a la mencionada problemática. Se trata de la reacción pública dada por las formaciones políticas involucradas en estos abusos. Concretando, si evaluamos la respuesta del PP y del Gobierno al escándalo de los presuntos sobresueldos y financiación ilegal protagonizados por Luis Bárcenas, (por ser este asunto de extrema gravedad y actualidad) esta reacción no ha podido ser más torpe, y lo que es peor, menos respetuosa para con los españoles, que son a la postre los grandes perjudicados y defraudados. Explicaciones tortuosas e ininteligibles de salarios en diferido, comparecencias en plasma y sin derecho a preguntas por la prensa, “todo es falso salvo alguna cosa que es cierta”, y lo último, las declaraciones de miembros del Gobierno que cuando son preguntados por la comparecencia que pudiera efectuar el Presidente en las Cortes para explicar todo esto, dicen que la misma tendrá lugar en el momento y en la forma que él lo considere “oportuno”. Término este de pronunciación muy desafortunada, que en opinión del que suscribe desprende tintes chulescos nada apropiados a la gravedad tan profunda de la cuestión de fondo que se debate ¿Cuándo considerará “oportuno” el Presidente dignarse a comparecer para dar explicaciones de lo acaecido? Muchos pensamos que ante el calado y el cuerpo que va tomando este escándalo, la situación no puede salvarse sino con la dimisión de Mariano Rajoy, con lo que menos todavía, nos gusta lo enclenque de semejantes explicaciones y reacciones, y las maneras utilizadas. Resulta enervante que en pleno aluvión de publicaciones de contabilidades en B, de mensajes entre Rajoy y Bárcenas hasta hace bien poco, y de toda clase de ponzoña que en cualquier otro Estado serio bien hubiese motivado ya la dimisión de los responsables políticos, en España, este verbo, “dimitir”, ni se conjuga aún. Todo ello es fruto de una legislación, que por otra parte, en nada obliga a estas personas concernidas a dar las oportunas, ahora sí, explicaciones, siquiera. El origen de esta falta de motivación que propicie la transparencia, la fiscalización y el control necesario en estos casos, está acertadamente sintetizado en el Evangelio de San Mateo cuando dice: “¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Del mismo modo, todo árbol bueno da frutos buenos, mientras que el árbol malo da frutos malos. No puede un árbol bueno dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos.” Y así, nos encontramos con que esa hipotética ley de transparencia será confeccionada por el PP de Bárcenas, por el partido que gobierna la Junta de Andalucía, donde desaparecen millones destinados a paliar el desempleo y nadie sabe nada, es decir, el PSOE, y será sancionada por un monarca que tiene a su yerno implicado en otro guirigay de similares características. Mal árbol, malos frutos.

martes, 16 de julio de 2013

NACIÓN, FUERZA Y ESTADO



Depuesto el gobierno de los “Hermanos Musulmanes” y su presidente Mohamed Mursi en Egipto por el ejército de ese país, queda abierto un debate sumamente interesante. Se nos plantea la cuestión de si es correcto o no, que la fuerza, incluso con un apoyo popular mayoritario, acabe con un poder que ha sido elegido democráticamente. Mursi fue elegido presidente de Egipto mediante unas elecciones libres que además contaron con la garantía prestada por la presencia de los observadores internacionales. Hasta ahí todo correcto. Sin embargo, ese poder que obtuvo en las urnas, tornó rápidamente despótico y contrario a las libertades cuando decidió disolver el Parlamento, blindarse ante la acción de la Justicia para sustraerse de su fiscalización y promulgar una Constitución y normas de desarrollo que vulneran notoriamente el derecho a la libertad religiosa. Esa desviación respecto de los cánones habidos en democracia, sería la clave para responder a la pregunta. Cabría reputar como legítima la caída por las armas de un poder que ha excedido el ejercicio de sus potestades legalmente previstas. No obstante, estos hechos han dado lugar a verbalizar el término golpe de Estado. Existe un rechazo comúnmente admitido a que sea la fuerza o la violencia la que propicie los cambios en la forma política de una nación, pero, salvo excepciones, ha sido esta la vía consumada para tales fines. El ejemplo paradigmático lo encontramos en las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII. Hitos históricos que con sus luces y sus sombras indubitadamente protagonizan la transición producida desde el Antiguo Régimen hasta los sistemas que hoy conocemos en Occidente. Pero no se llevaron a término sin un profuso derramamiento de sangre y coste de vidas. La Declaración de Independencia de un país tan poco sospechoso de antidemocrático como EE.UU. lo dice bien claro, “cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, evidencia el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y proveer de nuevas salvaguardas para su futura seguridad y su felicidad”. La sanción es terminante al respecto, y sin embargo, no resuelve acerca del modo en que esos abusos y usurpaciones han sido producidos. Porque en democracia también es posible que sucedan. Por ello, hay que deslindar el concepto jurídico-administrativo de Estado y toda la regulación legal que conlleva, que no puede sustraerse “invariablemente” de otro concepto, político, que sirve de base a aquel y que se llama nación. Sujeto político sobre el que ha de responder el Estado y no al contrario. Hecha esta diferenciación entre Estado y nación, resulta inútil sacralizar norma alguna, incluso en grado de fundamental o Constitución, cuando de esta se deriva un claro perjuicio a la nación, por muy legítimo que haya sido el procedimiento empleado para su adopción, por lo que en el momento en que ella misma y sus instituciones regladas abandonen su propósito, es lícito, y sobre todo lógico, su sustitución o desaparición por otra que responda a esa naturaleza de ser.

martes, 9 de julio de 2013

GRACIAS REAL JAEN



Paladeando con enorme gusto el dulzor de las mieles del ascenso del Real Jaén a segunda división, la feliz noticia que con tanta ansia esperábamos podría suponer una lección a valorar y tener muy en cuenta en otros usos. Para ello, convendría hacer antes un ejercicio de lectura de las claves de esta gesta deportiva de nuestro equipo de fútbol y aplicarlas para extender esta alegría y bien a otros aspectos concernientes a la ciudad. Realizando un análisis mecanicista y metodológico del triunfo, consideremos en primer término que buena parte de los jugadores de la plantilla que ha pasado a la historia son comprovincianos. En consecuencia, este hito “made in Jaén” nos ilustra acerca de que ningún impedimento obsta a nuestra materia prima para ser capaces de cosechar éxitos. Por otra parte, la delicadísima situación económica del club, principal escollo amenazador incluso de su propia supervivencia como institución, no ha sido tampoco óbice en la consecución de este final feliz, no por casualidades, sino porque la nave blanca ha estado capitaneada por personas que han sabido dar la talla para llevarla a buen puerto, haciéndolo posible no solamente por la preparación profesional de la dirección del Real Jaén, sino también gracias a la valía personal y entrega sincera y de corazón de estos esforzados administradores, conforme a Derecho, concursales. Finalmente, la categoría de plata del fútbol nacional, no se podría haber alcanzado sin ilusión y esperanza, sin el convencimiento de que era posible y deseable lograrlo. Desmenuzadas las claves del éxito del “glorioso” ¿Y si los giennenses, todos, particulares e instituciones públicas y privadas nos propusiésemos conjugar colectivamente todos estos elementos para darle a Jaén ese empujón que la reactive, que la vigorice y haga progresar? Conseguir una ciudad bonita, cuidada, limpia, que ofreciese oportunidades de empleo y bienestar a sus habitantes, fruto de esta unión, de esa ilusión y del trabajo de aquellos que teniendo esta responsabilidad sobre sus hombros entiendan el mensaje. Hemos comprobado que hay un resultado cierto para la puesta en práctica de estos valores y esta forma de hacer las cosas, y también sabemos por la misma experiencia, cuál es el resultado de prescindir de todo ello, igual de cierto y presente. La misma frustración que nos producía ver a un club señero como el Real Jaén, con sus 90 años de historia, postrado en la segunda división B, nos debe producir ver a Jaén relegada, abandonada y olvidada, afligidos sus vecinos por el paro, la falta de industria e infraestructuras, la ausencia de limpieza y mal estado de las calles, y las incomodidades producto de la mala cabeza de algunos y la desidia de muchos, de proyectos abortados o indefinidamente relegados al olvido. Pero como en el fútbol, debemos ser conscientes de que merece la pena tomárselo en serio, seguir el ejemplo de lo que se puede conseguir y ponernos a ellos. En definitiva, de no dejar pasar las temporadas sin lograr nuestro ascenso. Entre tanto ¡Hala Jaén!

martes, 2 de julio de 2013

EL ESLABÓN PERDIDO



Julio Anguita tenía la sana costumbre de incorporar cierta autocrítica en sus mítines. Les hacía ver a sus votantes las contradicciones en que a veces incurrían. Pues bien, emulándolo, es cierto que mucha responsabilidad de todo lo que nos sucede se la podemos achacar a políticos, banqueros, empresarios, sindicatos… ¿pero, y nosotros? ¿Estamos libres de toda culpa? Cuando oímos por parte de economistas, empresarios y organismos internacionales que nada volverá a ser lo que era, que debemos asumir una nueva situación en que a lo que ellos llaman competitividad y sacrificio, se traduce en empeoramiento y precarización de las condiciones de vida, sociales y laborales, nosotros callamos ¿Por qué? Recuerdo cariñosamente a mi abuelo. Él me decía que los pantalones de su padre eran capaces de quedarse en pie por si solos cuando este volvía de la siega del cereal. Tal era el esfuerzo y el sudor del que eran fieles testigos sus prendas. Mi abuelo, por su parte, encontró trabajo en “Sevillana”, ahora Endesa. Trabajó en esta misma empresa durante toda su vida. Tenía un trabajo fijo. En esta empresa fue progresando, tenía derecho a pagas extraordinarias, estaba amparado por un convenio colectivo, los empleados disponían de residencias para su tiempo de vacaciones, finalmente se jubiló. Así, fue capaz, con su solo sueldo y la inestimable colaboración de mi abuela, de sacar adelante a sus tres hijos. Pudo procurarles unos estudios para mejorarlos a ellos. Y ahora viene mi generación. Tengo veintisiete años. Nos hayamos sumidos en una crisis económica en que nos dicen que vamos a ser la primera generación en vivir peor que la anterior. Tal es el drama, puesto que a nosotros nos espera trabajar hoy y el despido mañana, quince días aquí, seis meses allá, unos salarios indignos incapaces de procurar el acceso a la vivienda en propiedad, contratos basura y no hablemos de jubilación. Ante esto, ¿Somos dignos herederos del esfuerzo y sacrificio que nuestros mayores protagonizaron? Honestamente no. Llamados la generación “mejor preparada”, muchos de nosotros tenemos estudios universitarios, posibles gracias a nuestros padres y abuelos, pero también hemos sido calificados de “generación perdida” ¿Qué hemos hecho mal? Pues bien, ¿acaso hemos alzado nuestras voces denunciando estas miserias? ¿Hemos reivindicado ante los culpables de la crisis el mérito de nuestros predecesores y nuestro deber de corresponderles por semejante contribución? No hemos sido capaces. Tristemente, aun sin generalizar, nos hemos afamado por la fiesta, el botellón, la tontería, la indolencia… En definitiva, la falta de espíritu y pulso necesarios para estar a la altura de las circunstancias, de hombres y mujeres que por edad antes eran padres y madres de familia. Sería nuestra vergüenza dimitir de esta responsabilidad para con nosotros, nuestros predecesores y sucesores, de constituirnos en ese eslabón débil o perdido de la cadena que rompiera esa línea ascendente de amejoramiento general de la vida contra la historia misma, que se diga de esta generación que tiró por la borda años de sacrificio sin plantar cara. El deber, literalmente, nos lo impide.