martes, 25 de febrero de 2014

IGLESIA Y ESTADO



El pasado viernes, con ocasión de la ceremonia de la jura como abogado de un buen amigo y compañero de profesión, tuvo lugar el momento en que los letrados que se incorporan al ejercicio de la abogacía juran o prometen su desempeño. Del total de los nuevos ocho colegiados ejercientes, seis optaron por la fórmula de la promesa y dos por la del juramento. Este hecho me dio que pensar acerca del papel que juega la religión en nuestros días, de su influencia y presencia en la sociedad actual y más concretamente en la esfera de lo público.

Es innegable que el influjo de la religión Católica impregna en un alto grado a una nación responsable de la evangelización de medio mundo. Pero también es igualmente cierto que el decaimiento del peso de la misma se va agudizando conforme pasa el tiempo. A pesar de los bandazos dados en la historia de España con épocas de confusión Iglesia-Estado, o de alta e íntima vinculación entre ambos, a otras en que la separación de lo público y lo religioso era mayor, España es un caso particular de conexión de ambas instituciones, si bien no es excepcional o único. En cualquier caso la tónica dominante a lo largo del tiempo ha sido la de un Estado altamente influenciado por la religión Católica.

Esta circunstancia ha hecho que en los últimos años se hayan abierto abundantes debates sobre asuntos concernientes, sobre todo desde que la Constitución estableció en su artículo 16.3 que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, si bien se hace una especial mención a la Iglesia Católica. Crucifijos e impartición de la asignatura de Religión en la escuela pública, símbolos religiosos en dependencias públicas, leyes como las del divorcio, matrimonio homosexual o la del aborto, funerales de Estado, desfiles procesionales participados por autoridades públicas, participación de la Iglesia en los impuestos, etc.

Por lo que a mí respecta y parafraseando a Aristóteles “La virtud está en el punto medio entre dos extremos viciosos”. Ni una sumisión expresa y obediente del Estado a la Iglesia de forma que se excluya a aquellos que están en su perfecto derecho a algo tan personal como la libertad de conciencia, ni un aislacionismo laicista hostil o indiferente con la realidad de la tradición y mayoría de la sociedad en que se inserta.

Es necesaria una efectiva separación, que no aversión, entre lo público y lo religioso. Un respeto mutuo entre Iglesia y Estado basado en el reconocimiento recíproco de la autonomía de cada parte. La propia Iglesia Católica, con buen criterio, renunció al estado confesional durante el Concilio Vaticano II. Dicho lo cual considero igual de erróneo la participación de las instituciones públicas y sus representantes en actos estrictamente religiosos, y el rechazo (que no crítica) de la Iglesia a las leyes emanadas de los poderes públicos que no se ajusten a lo enunciado por su doctrina, pues están dirigidas a una pluralidad de ciudadanos que no tienen por qué “comulgar” con sus postulados. Solo desde esa actitud de respeto mutuo antes dicho podrá llegarse a un sano equilibrio que garantice la libertad religiosa.

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