martes, 15 de octubre de 2013

LAMPEDUSA



Lampedusa es una isla mediterránea meridional de soberanía italiana, que ha cobrado fama muy a pesar de todos, por ser el destino, pero al mismo tiempo, el cementerio, de una vasta cantidad de personas que mueren en las aguas en el intento de cruzar los escasos ciento diez kilómetros que separan la isla de África.

El pasado tres de octubre tuvo lugar una auténtica tragedia, en la que 359 personas, sin distingos entre niños, mujeres y hombres, murieron en este trayecto. Las imágenes del pabellón donde son albergados sus cuerpos a la espera de darles enterramiento desgarra el corazón más endurecido. Particularmente cuando vemos esos ataúdes blancos, que guardan los cuerpos de los niños, de aquellos que ninguna culpa tienen y que son la inocencia y la bondad en su estado puro, y sin embargo, han encontrado una muerte horrible ahogados en la fría agua huyendo del hambre, la pobreza y la miseria.

Pero después de producido el daño y la muerte, cuando el propio mar es incapaz ya de seguir escondiendo esta tremenda infamia y amenaza con revelarla dejando al descubierto la auténtica pila humana de cadáveres que vela, es cuando por público y escandaloso que ha tornado el caso, las autoridades nacionales y europeas toman los hábitos de luto, se sitúan en primera fila del duelo y anuncian funerales y sepulturas que den un digno reposo a los difuntos.

Sin embargo, me pregunto, ¿acaso no hubiera sido más digno haber actuado con previsión habida cuenta del conocimiento preexistente del problema? Podría evitarse o al menos minorar este drama si se hubiese tenido otra actitud por parte de Europa. En primer lugar por responsabilidad, evitando el efecto llamada que desde el populismo más bajo tuvo lugar en los años en que el viejo continente necesitaba, no de personas, sino de mano de obra barata y en régimen de precariedad, para seguir recebando a bajo coste el crecimiento económico que luego se demostró, lo era en ficción. Posteriormente, me resulta imposible creer, que con los medios actualmente al alcance de las fuerzas de seguridad tanto de la Unión, como de los distintos Estados, sea tan difícil controlar y vigilar ciento diez kilómetros de mar, cuando se sabe además que esa es la ruta que toman los inmigrantes para llegar a Europa. Finalmente, en un mundo globalizado, en que mercancías y capitales viajan sin restricción merced a tratados varios, resulta ruin que no se ponga el mismo celo y colaboración en el control de personas que arriesgan tanto como su propia vida.

Podrán ahora las autoridades mostrar cuanta indignación y dolor sean capaces de transmitir, pero las conciencias no quedarán limpias hasta tanto se crea que la persona está por encima de cualquier otro fin y se actúe en consecuencia. Un responsable control de la inmigración, una auténtica integración de esta población y una verdadera cooperación al desarrollo en sus países de origen.

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