martes, 11 de marzo de 2014

AQUEL JUEVES 11 DE MARZO



Veinte, treinta, ¡cuarenta muertos!… Desde su micrófono de la Cadena Ser, Iñaki Gabilondo me informaba de la sucesión de los atentados del once de marzo de dos mil cuatro. En los escasos quinientos metros que separaban mi casa del Virgen del Carmen, la cifra de víctimas mortales que anunciaba la radio no paraba de aumentar. Parecía imposible, era una barbaridad. Hablaban de explosiones de trenes en Atocha, El Pozo del Tío Raimundo, caos, heridos, servicios de urgencias… Así, siguiendo todo lo que se estaba produciendo llegué hasta el instituto, la siguiente clase era de Sociología, había un revuelo considerable en los pasillos de alumnos y profesores, conocedores todos a esas alturas de la mañana de la matanza que estaba sucediendo en Madrid. Mi profesor llegó al aula con gesto grave y recto en la cara. Venía mirando hacia abajo, hacia el suelo. Durante aquellas horas los asuntos propios de las clases quedaron aparcados y con el ambiente necesariamente enrarecido por las circunstancias, las clases llegaron a su final.

A pesar de que hoy son diez los años que nos separan de aquel jueves 11 de marzo de 2004, todos recordamos lo que estábamos haciendo, con quién o dónde en el día en que en Madrid tuvieron lugar los atentados más graves de la historia de Europa. No se olvida un día en que asesinan a 192 personas en tu país.

Pero si bien el recuerdo se hace perenne y resiste al paso de los años, mucho más efímera fue la unión que la repulsa a los atentados propició en España. Desgraciadamente para todos, en el momento en que la autoría de los atentados comenzó a apellidarse de tal o cual forma, es decir, de ETA o Al-Qaeda, otra “bomba” explotó e hizo saltar la unidad nacional sólidamente manifestada en las calles. Sin entrar a valorar lo hecho por el Gobierno y la oposición entonces, sí se habría debido tener claro que la acción terrorista estaba determinadamente dirigida a influir en el resultado de las elecciones del 14 de marzo. Hay que hacer un ejercicio encomiable de tancredismo para achacar a la casualidad la cercanía entre ambas fechas, de atentados y elecciones, y en consecuencia debieron de ser suspendidas o aplazadas. Ciertamente las elecciones generales no debieron de celebrarse jamás en ese clima de agitación que recorría España en aquel momento. Más aún, tal fue el trauma, que estaba por venir la división de las propias víctimas de los atentados. Mientras que unas fiaron la investigación y la responsabilidad de la masacre a la Justicia, otras no llegaron a estar nunca conformes con la versión formal de los hechos. Con episodios realmente desagradables como la organización de actos de homenaje por separado, e incluso ataques públicos cruzados, no ha sido sino hasta diez años después que habrá un acto unitario de recuerdo y homenaje.

El ataque que sufrió España y los 192 muertos demandaban cordura en este asunto que nunca debió dar lugar a división alguna, ni en la sociedad española, ni mucho menos en las víctimas de los atentados de aquel jueves 11 de marzo.

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