martes, 16 de julio de 2013

NACIÓN, FUERZA Y ESTADO



Depuesto el gobierno de los “Hermanos Musulmanes” y su presidente Mohamed Mursi en Egipto por el ejército de ese país, queda abierto un debate sumamente interesante. Se nos plantea la cuestión de si es correcto o no, que la fuerza, incluso con un apoyo popular mayoritario, acabe con un poder que ha sido elegido democráticamente. Mursi fue elegido presidente de Egipto mediante unas elecciones libres que además contaron con la garantía prestada por la presencia de los observadores internacionales. Hasta ahí todo correcto. Sin embargo, ese poder que obtuvo en las urnas, tornó rápidamente despótico y contrario a las libertades cuando decidió disolver el Parlamento, blindarse ante la acción de la Justicia para sustraerse de su fiscalización y promulgar una Constitución y normas de desarrollo que vulneran notoriamente el derecho a la libertad religiosa. Esa desviación respecto de los cánones habidos en democracia, sería la clave para responder a la pregunta. Cabría reputar como legítima la caída por las armas de un poder que ha excedido el ejercicio de sus potestades legalmente previstas. No obstante, estos hechos han dado lugar a verbalizar el término golpe de Estado. Existe un rechazo comúnmente admitido a que sea la fuerza o la violencia la que propicie los cambios en la forma política de una nación, pero, salvo excepciones, ha sido esta la vía consumada para tales fines. El ejemplo paradigmático lo encontramos en las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII. Hitos históricos que con sus luces y sus sombras indubitadamente protagonizan la transición producida desde el Antiguo Régimen hasta los sistemas que hoy conocemos en Occidente. Pero no se llevaron a término sin un profuso derramamiento de sangre y coste de vidas. La Declaración de Independencia de un país tan poco sospechoso de antidemocrático como EE.UU. lo dice bien claro, “cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, evidencia el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y proveer de nuevas salvaguardas para su futura seguridad y su felicidad”. La sanción es terminante al respecto, y sin embargo, no resuelve acerca del modo en que esos abusos y usurpaciones han sido producidos. Porque en democracia también es posible que sucedan. Por ello, hay que deslindar el concepto jurídico-administrativo de Estado y toda la regulación legal que conlleva, que no puede sustraerse “invariablemente” de otro concepto, político, que sirve de base a aquel y que se llama nación. Sujeto político sobre el que ha de responder el Estado y no al contrario. Hecha esta diferenciación entre Estado y nación, resulta inútil sacralizar norma alguna, incluso en grado de fundamental o Constitución, cuando de esta se deriva un claro perjuicio a la nación, por muy legítimo que haya sido el procedimiento empleado para su adopción, por lo que en el momento en que ella misma y sus instituciones regladas abandonen su propósito, es lícito, y sobre todo lógico, su sustitución o desaparición por otra que responda a esa naturaleza de ser.

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