martes, 2 de julio de 2013

EL ESLABÓN PERDIDO



Julio Anguita tenía la sana costumbre de incorporar cierta autocrítica en sus mítines. Les hacía ver a sus votantes las contradicciones en que a veces incurrían. Pues bien, emulándolo, es cierto que mucha responsabilidad de todo lo que nos sucede se la podemos achacar a políticos, banqueros, empresarios, sindicatos… ¿pero, y nosotros? ¿Estamos libres de toda culpa? Cuando oímos por parte de economistas, empresarios y organismos internacionales que nada volverá a ser lo que era, que debemos asumir una nueva situación en que a lo que ellos llaman competitividad y sacrificio, se traduce en empeoramiento y precarización de las condiciones de vida, sociales y laborales, nosotros callamos ¿Por qué? Recuerdo cariñosamente a mi abuelo. Él me decía que los pantalones de su padre eran capaces de quedarse en pie por si solos cuando este volvía de la siega del cereal. Tal era el esfuerzo y el sudor del que eran fieles testigos sus prendas. Mi abuelo, por su parte, encontró trabajo en “Sevillana”, ahora Endesa. Trabajó en esta misma empresa durante toda su vida. Tenía un trabajo fijo. En esta empresa fue progresando, tenía derecho a pagas extraordinarias, estaba amparado por un convenio colectivo, los empleados disponían de residencias para su tiempo de vacaciones, finalmente se jubiló. Así, fue capaz, con su solo sueldo y la inestimable colaboración de mi abuela, de sacar adelante a sus tres hijos. Pudo procurarles unos estudios para mejorarlos a ellos. Y ahora viene mi generación. Tengo veintisiete años. Nos hayamos sumidos en una crisis económica en que nos dicen que vamos a ser la primera generación en vivir peor que la anterior. Tal es el drama, puesto que a nosotros nos espera trabajar hoy y el despido mañana, quince días aquí, seis meses allá, unos salarios indignos incapaces de procurar el acceso a la vivienda en propiedad, contratos basura y no hablemos de jubilación. Ante esto, ¿Somos dignos herederos del esfuerzo y sacrificio que nuestros mayores protagonizaron? Honestamente no. Llamados la generación “mejor preparada”, muchos de nosotros tenemos estudios universitarios, posibles gracias a nuestros padres y abuelos, pero también hemos sido calificados de “generación perdida” ¿Qué hemos hecho mal? Pues bien, ¿acaso hemos alzado nuestras voces denunciando estas miserias? ¿Hemos reivindicado ante los culpables de la crisis el mérito de nuestros predecesores y nuestro deber de corresponderles por semejante contribución? No hemos sido capaces. Tristemente, aun sin generalizar, nos hemos afamado por la fiesta, el botellón, la tontería, la indolencia… En definitiva, la falta de espíritu y pulso necesarios para estar a la altura de las circunstancias, de hombres y mujeres que por edad antes eran padres y madres de familia. Sería nuestra vergüenza dimitir de esta responsabilidad para con nosotros, nuestros predecesores y sucesores, de constituirnos en ese eslabón débil o perdido de la cadena que rompiera esa línea ascendente de amejoramiento general de la vida contra la historia misma, que se diga de esta generación que tiró por la borda años de sacrificio sin plantar cara. El deber, literalmente, nos lo impide.

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